domingo, 17 de mayo de 2009

Sobre el tiranicidio

En el pensamiento político occidental hay un tema al que se ha recurrido cada cierto tiempo, y no por pedantería intelectual, sino por la paralela recurrencia de un fenómeno que exige su reaparición: el tiranicidio. El gran dilema de la filosofía política es cómo justificar un acto tan inmoral como el asesinato, tan sólo porque ciertos individuos en las sociedades libres alcanzan condiciones concretas que pareciera que obligan a su eliminación. Es claro que aquí estoy hablando de los tiranos, y es claro, también, que el tema del tiranicidio siempre será recurrente en la medida en que los tiranos continúen apareciendo en la historia de nuestros pueblos. ¿Cómo podría justificarse de alguna manera un acto homicida sea cual fuere? ¿Puede el cristianismo tolerar un acto criminal sólo por ser la víctima un tirano? Santo Tomás de Aquino dio la respuesta cuando estableció que; “Aquél que mata a un tirano (i.e. un usurpador) para liberar a su país, es alabado y recompensado.”

Reflexionemos un poco sobre la naturaleza de la tiranía. Aristóteles establece como principio para diferenciar a los regímenes virtuosos de los regímenes corruptos sobre la relación que mantienen con el bien común. Si el gobierno actúa observando siempre que sus acciones preserven, defiendan y reproduzcan el bien común, pueden ser considerados como regímenes virtuosos. De esta manera el filósofo distingue a la Monarquía, a la Aristocracia y a la Democracia como los regímenes virtuosos. Cada una de estas formas tiene su correspondiente corrupto, cuyo principio no es la protección del bien común, pues a éste se le aparta, se le ignora y hasta se le destruye, y en su lugar el gobierno ejerce el poder para el beneficio particular y privado de los gobernantes. De esta manera la Aristocracia se convierte en Oligarquía, la Democracia se convierte en Oclocracia y la Monarquía se trastorna en Tiranía. Esto no quiere decir que para desembocar en una tiranía sea necesario vivir en monarquía; no son excluyentes y Aristóteles va a dejar claro que las combinaciones pueden ser variadas: es decir, de una democracia se puede degenerar en tiranía.

La segunda noción que se debe manejar para comprender la tiranía es el de usurpación. Para que pueda haber usurpación es necesario que exista un complejo de tradiciones normativas positivas y/o consuetudinarias que sirvan para reglamentar la vida política de una comunidad. Este complejo normativo se distingue por ser legítimo, en la medida en que las personas sometidas a él lo interpretan como justo o aceptable, y están dispuestos a obedecerlo voluntariamente sin necesidad del uso de la coacción. La usurpación es la apropiación del poder político de la comunidad rompiendo con este complejo normativo, bien sea en su totalidad, como hacen los dictadores a través de un golpe de Estado, o tan sólo en sus principios, como hacen los demagogos a través de la corrupción paulatina de las mismas instituciones. Todavía queda una cualidad indispensable para entender a la tiranía, y es que debe haber un tirano. Tiranía se distingue, entonces, por ser un régimen cuya acción política se orienta al beneficio de los gobernantes en detrimento del bien común, a la usurpación del complejo normativo legítimo y a que es encabezado por un líder personalista que representa el prototipo del tirano.

De estos principios vamos a deducir una premisa general: el régimen más injusto de todos es la tiranía, porque no sólo atenta contra la libertad de los ciudadanos de una república, sino que, además, al estar sujeta a los caprichos y pasiones de un individuo, la injusticia con que se puede ejercer el poder arbitrario es superior, ya que es claro que la determinación perversa de un individuo puede ser más fuerte que la de un grupo. El problema que planteo es; ¿cómo debemos entender el acto del tiranicidio? ¿Virtud o vicio? ¿Cómo debemos tratar con el tiranicida? ¿Héroe o delincuente? La respuesta no es clara, pero podemos abordarla desde varios puntos de vista. El primero es que el tiranicida a través de un solo acto criminal elimina a un criminal en masa que es el tirano. El segundo es que la necesidad de la libertad trasciende las condiciones morales del espíritu humano, y si bien el homicidio es un crimen moral imperdonable, el tiranicidio es un acto ético de heroísmo. Moralmente no se puede justificar, pero si hay algo que Maquiavelo descubrió es que la política y la moral son dos fenómenos separados con reglas diferentes y con consecuencias opuestas. Lo que es de la política es la ética, cuyos principios son coyunturales y no universales, cuya finalidad es el bienestar de la comunidad, no la salvación del individuo. Establezco categóricamente que el acto exitoso de asesinar a un tirano es digno de alabanza. La salvación del alma es un problema individual por el cual ni la comunidad ni la política, pueden hacer nada al respecto.

Distingo dos formas de tiranos comunes en nuestras sociedades de Occidente. El primero es el dictador, de naturaleza pretoriana, cuya usurpación es evidente por sí misma, ya que recurre al uso de las armas y de la violencia para hacerse con el poder sin escatimar (o al menos haciéndolo ineficazmente), sobre la fachada institucional de su régimen. El segundo es el demagogo, cuyo método es menos drástico, pero no menos eficaz, ya que no usurpa el poder legítimo a través de las armas, sino a través del discurso, que se convierte en su arma más poderosa para administrar otro tipo de violencia, ya no pretoriana, sino popular; y por su naturaleza discursiva, el demagogo logra la gran parte de las veces disfrazar la usurpación de su régimen frente al pueblo, adulándolo y engañándolo, para hacerle creer que le favorece, cuando en realidad lo esclaviza. Este debate no es de pequeña importancia, porque si de acciones se debe hablar, este es un tema que desde antiguo se ha debatido, y cuyas consecuencias para Venezuela discutiremos en la siguiente entrega.

Lysander.